sábado, 15 de agosto de 2009




Sin darme cuenta, en algún momento algo cambió en mí, y ya no me molesta tanto encontrar puntos en común con la gente, la masa, mi generación, el mundo; creo que mis 18 no vinieron solos, me sorprende haber perdido tanto peso en las mochilas de malas costumbres que, creo nunca, voy a abandonar completamente.

Por más incoherente que suena -quiza los locos somos complicados, incoherentes en consecuencia- me molestaba, y mucho, tener cosas en común, es decir, caer en lugares donde caían otros, escuchar y leer a sujetos que parecían estar de moda, tener costumbres que resultaban comunes a muchos. Me gustaba hacer cosas y pensar en la originalidad y la soledad, "soy la única que pasa un viernes a la noche mirando este animé/leyendo un libro como éste/haciendo tal cosa".

Nunca estuve orgullosa de eso, pero era casi un vicio, una característica más; huía de las multitudes, me refugiaba del lugar común y lloriqueaba por la soledad atormentadora-que yo misma buscaba, deseaba, perseguía.




Lo interesante, y comentado de manera breve es solamente para confundir, es que esto es casi una cuestión de familia. Hay, verdaderamente, una fuerza que une a los miembros de una misma familia, algo más allá de la herencia física. Tendencias, por así decirlo.
La de mi familia es la de buscar la soledad, alejar a la gente, gruñir o simplemente callar cosas y eso, silencio y angustia, y a veces ni tanto.

La incoherencia dice presente: aunque huya de las multitudes, de los lugares comunes, vivo en ellos y allí es donde puedo existir, ya que necesito compartir-me inquietudes tan íntimas como ésta -casualmente, ésta me une a otros individuos-.